Un día se fue.
Sin más, se fue y no volvió.
La vi marcharse, con paso decidido, con ese que nunca había tenido. Y no la detuve. Algo dentro me dijo que tenía que dejarla marchar. Recorrió el pasillo entero sin vacilar un segundo. Y lo último que vi de ella fue un vuelo de su falda, una milésima, al cerrar la puerta.
No miró atrás, pero sé que sonreía al irse.
Ni siquiera se llevó sus cosas. Simplemente se fue. No se despidió, supongo que no quería que ninguna de las dos llorásemos.
A cada paso, todo recuerdo físico de ella se fue desvaneciendo, como si nunca hubiera estado ahí. Pero dejándome un dulce aroma a fotografía vieja en el corazón.
Estaba preparada. Era su momento, el de salir, el de explorar, el de cerrar las puertas tras ella para abrir las que se encontrasen por delante. Y nunca, nunca mirar atrás. Recordarlo, pero no mirarlo, no tocarlo, no añorarlo. Mejor llevarse de él una sonrisa y no decir nada que pudiera estropearlo todo.
Se fue, pero no me dejó del todo sola. Con su marcha ha llegado a mi casa una brisa nueva. Una inquietud.
Más que mariposas en el estómago, es el arca de Noé corriendo por mis venas, adrenalina en cada poro de mi piel. Ganas de ganas, ganas de sonreír, de gritarle al mundo todo lo que pienso y todo lo que soy.
Se fue, pero no la echo de menos.
La recuerdo con cariño.
Mi infancia se ha ido.
Muy buena la letra
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