sábado, 25 de enero de 2014

18

En cosa de cuatro horas, un rectangulito de plástico con mi foto me servirá para demostrar que soy adulta. O algo así.

¿Qué tendré mañana que no tenga hoy? Nada. Seré la misma Blanca, con los mismos exámenes y el pelo igual de bonito -no tengo abuela, recuerden-.

Pero no soy la misma Blanca que cuando Blanca empezó. Algo evidente, pero tenía que hacer balance.
La niña reflexiva y perezosa se ha vuelto una mujer algo más espontánea y decidida. Puedo decir que hice el proceso al revés: me he vuelto extrovertida con el paso de los años. He ganado "frescura".

Soy todo lo contrario a lo que imaginé que sería cuando tenía diez años menos. Pero puedo asegurar que si mi yo de hace diez años me hubiera visto ahora por un agujerito, le hubiera gustado.

Ni tengo novio, ni voy a ser profesora, ni me he teñido de negro, ni me he hecho rizos permanentes. Sigo sin tener perro y sin saber hacer la voltereta lateral. Nunca he tenido una bici, y aún me caigo de los tacones.

Tengo una novia preciosa, voy por ciencias, oigo rock y sigo durmiendo con calcetines. Ahora escribo en cursiva y sin agujerear el papel. Y me he negado a llevar lentillas. El lunar en el muslo derecho aún no se ha cansado de mí.

Si de algo estoy segura, es que la Blanca de hace 10 años hubiera odiado mis enes. Las hago como us. COMO US. ¿Sabéis lo mucho que me ha repateado eso siempre?

Y en fin, que este año es EL año.
La mayoría de edad sólo es un símbolo de todo lo que ocurrirá.
Con una especie de nudo agridulce en la garganta, he de despedirme para siempre de la infancia y asumir que soy una adulta con responsabilidades. Con humor y locura siempre, pero responsabilidades. Este año he de demostrarme a mí misma todo lo que he aprendido en los últimos dieciocho años, y no sé si me puede el miedo o las ganas.

Sea como sea, Blanca mayor recuerda con cariño a Blanca pequeña. Y Blanca pequeña admira desde el pasado a Blanca mayor. Aún tienen mucho que aprender la una de la otra antes de olvidarse.

Seguiremos informando.

lunes, 13 de enero de 2014

Se me salen las palabras por las yemas de los dedos
antes de que terminen de formarse en mi cabeza.
Se escapan.
Huyen sin que me de tiempo a






escribirlas.




¿Ves? Todas se alejan de mí.

Lo siento, lo siento. Vuelvan a sus casas y cierren las puertas.
Palabras ex convictas campan a sus anchas.
De esas que apuñalan, roban y violan.

Yo tendría miedo, ahora en serio.
Se me está colando Blanca entre las letras del teclado.
Necesito subir a un escenario en el que poder dejar el drama que me sale por los poros, que no es poco.
¿Y ahora qué me pasa?
Supongo que las dos máscaras se alternan.
Tragedia más tiempo es igual a comedia, dicen.
O al revés.

El caso es que soy un personaje sin líneas, o unas líneas sin actor, o un actor sin caracterización.
Siempre me falta algo.
¿Y ahora qué es?
Si el patio de butacas está lleno, las luces encendidas, el telón a punto de abrirse...
¿Miedo escénico?

Mucha mierda.

Todo son preguntas sin ninguna relación en mi cabeza. Y preguntas que no sirven de nada.
Creo que vuelvo a perderme en mí misma de una manera que no controlo. Serán las crisis existenciales, será que tengo la regla, será que no me dan los suficientes abrazos.

De todas maneras, ¿qué hago aquí? Contando esto, quiero decir.
¿Soy la directora de la obra o soy ese niño que siempre hace de árbol en la función del cole?
A lo mejor me creo la protagonista en una historia en la que solo aspiro a piedra.
Tal vez me estén modelando más de lo que quiero creer.

Y ahora, a estudiar.

martes, 7 de enero de 2014

Todo se des...          
                         mo...
                                   r,,
                                      .      on..
                           
                                                 ....                a.

Muy lento.
Pieza a pieza.
Como a mí siempre me ha gustado.
Por el mero placer de que una mota de polvo en el engranaje justo haga activar la maquinaria, y a los ojos se les caigan cachitos de mar. Y me resbalen por las mejillas, tibios, sin freno. Me gustan porque se enfrían al bajar por la piel helada mientras, poco a poco, desaparecen.
Sólo por el gusto de llorar delante de alguien que te pregunte "¿Qué te pasa? ¿Estás bien?", con la consiguiente y gratificante negación. Me gusta encerrarme.
El masoquismo y la tortura con una pizca de victimismo.

Duele.

Y empiezo a pensar que es mi forma de ser, que no puedo hacer nada contra ella por más que ponga capas de otra cosa encima. Siempre seré la niña insegura y débil que se retira a su esquina a ver su propia caída una y otra vez.

Hoy se me ha roto un espejo en las manos y se me ha quedado una esquirla clavada.
Si no fuera por mi poca espiritualidad, tenía que haberlo tomado como señal.

Porque todo
se está
rompiendo.

Con siete años de mala suerte, dicen.
Seguiremos informando.