Parece mentira que las mismas calles que llevo dieciocho años recorriendo se vean ahora como un laberinto sin salida.
No la encuentro por ninguna parte, e ir desenrollando el ovillo no vale de nada: yo nací en esta trampa. Recorrer el camino del hilo de lana sólo me haría retroceder hasta el centro, hasta el lio más lioso.
Esta ciudad es mediocre hasta para ser gris. Es de un gris feo, un gris humo, gris sucio. Y aunque esté mal que yo lo diga, me canso de ser tan Blanca entre tanto alquitrán.
La mayoría de sus habitantes son transparentes, maleables y finos. El ambiente les engulle y viven para pisotear el hilo de otros Teseos, porque no tienen ni siquiera el orgullo propio de buscar por su cuenta la salida. No, no. Saben que morirán en esta red de "casis". Es mucho más fácil y gratificante interrumpir el avance de los demás que reconocer el fracaso propio.
Yo no soy Teseo, y no hay una Ariadna esperándome fuera. Mi Ariadna particular también está perdida entre bloques de hormigón y paredes de "no puedes hacer esto", "eres muy pequeña para aquello", "deberías madurar y ser más no-se-cómo".
Y aquí seguimos, vagando sobre adoquines que se sueltan y te escupen los charcos de ayer sobre las piernas y sobre el alma. Se nos pudre poco a poco, señores; Castilla la Vieja está agonizante. Y nosotros, los "jóvenes maleducados", los "mocosos que deberían haber vivido una guerra", los siguientes, los últimos...
Nosotros estamos encerrados en la fortaleza más vieja, dura y cabezota de la meseta.
Ni Cid, ni imperio, ni reyes que se dijeron católicos cuando querían decir caóticos. Ni comuneros, ni caballeros. Leyendas.
Sólo leyendas de un secarral que siempre ha sido penoso, porque ni a triste podía llegar.
Ancha es Castilla.
Y estrechas vuestras molleras.
He dicho.