Él entró en la cafetería a las seis y treinta y tres de la tarde, como todas las tardes de lunes a viernes del año, excepto festivos. Era su pausa del trabajo, a las siete tenía que entrar otra vez en la oficina.
Era una cafetería con muebles modernos, en la que abundaba el color negro con algunos toques de gris y blanco, todo muy minimalista. El hilo musical era sobre todo jazz. No solía haber mucha gente por allí. Por eso le gustaba tanto ir. Era un remanso de calma en medio de una tarde ajetreada.
Como cada tarde, pidió un café solo.
Y ella, como cada tarde, estaba sentada en la mesa de la esquina, la que estaba junto a la ventana, con un halo de misterio que la envolvía y que a él le encantaba.
No se conocían. Ella ni siquiera le había visto en todo este tiempo, pensaba él, porque nunca había levantado la vista de sus libros. Pero él se sabía sus gestos de memoria. Sabía cómo se pasaba por detrás de la oreja un mechón de pelo que se escapaba del improvisado recogido de vez en cuando. Conocía a la perfección cada vez que ella arqueaba las cejas, fruncía el ceño o sonreía levemente por las emociones que llegaban de las páginas de su libro. Podría decirte, sin mirar ni dudar un segundo, que con la mano derecha se llevaba su taza de té negro a la boca de vez en cuando, mientras apoyaba la cabeza en la izquierda. Las páginas también las pasaba con la derecha. Ya había memorizado el color de su abrigo en invierno, y de sus sandalias en verano.
Nunca la saludó al entrar en la cafetería o se despidió de ella al salir. Nunca cumplió con el tópico y le dijo al camarero "Invite a la mujer de la esquina a otro té negro de mi parte". Nunca se acercó a la mesa a hablar con ella. No. Y nunca lo haría, porque estaba convencido de que, al igual que pasa en los libros y las películas, el día que se decidiera a hacerlo ella no pasaría por allí. Y nunca volvería a saber de ella.
Y esa era una idea que él no podía soportar.
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Ella, como cada tarde de lunes a viernes del año, entró en la cafetería a eso de las seis de la tarde.
Esa cafetería era el único sitio en el que podía leer tranquila. Su casa estaba al lado de la estación de trenes y no podía concentrarse para leer.
Pidió un té negro, como cada tarde. Se sentó en la mesa de la esquina, sacó un libro de su bolso de tela y se puso a leer. La suavidad del Jazz le hacía sentir como en una burbuja en la que nada le afectaba.
Bueno, nada...excepto él.
Todas las tardes, a las seis horas y treinta y tres minutos entraba en la cafetería. Ella le veía cruzar la calle por el rabillo del ojo a través de la ventana. Le miraba disimuladamente entrar por la puerta y pedir su café, y después le observaba cuando salía de la cafetería, a las siete menos cinco.
Hubiera podido dibujar de memoria su americana y sus zapatos. Los pantalones y la camisa iban variando. Ella había imaginado toda una posible vida para ese hombre. Por la ropa y los horarios fijos, seguro que tenía trabajo en una oficina o algo parecido. "Seguro que tiene novia...o mujer", pensaba ella. A veces tenía algún rasguño en los pantalones o la marca de un mordisco en las manos, por lo que también tendría perro.
Siempre le hizo gracia la forma en la que movía la punta del pie derecho al andar. Se desviaba un poco hacia afuera en el aire y luego volvía a tomar la recta cuando el pie se acercaba al suelo.
Aunque se moría de ganas, nunca habló con él. Nunca le preguntó al camarero si sabía quién era. No.
Y no lo haría, porque sabía que igual que en los libros que ella tanto leía, el día que se decidiera a hacerlo, él no aparecería por la puerta. Y nunca volvería a verle cruzar la calle por la ventana.
Y esa era una idea que ella no podía soportar.