sábado, 12 de mayo de 2012

Crónica de un asesinato.

El sedante perdió su efecto y te despertaste. Una lástima; estabas realmente preciosa dormida.
Tu cuerpo ya estaba preparado para la huida, tal vez por el pequeño detalle de que lo último que viviste despierta fue el golpe que te propiné en la cabeza para aturdirte y poder sedarte y llevarte al garaje.
Entre pequeños grititos, intentaste levantarte y salir corriendo.
Por desgracia para ti, te partí las piernas mientras dormías. Con el sedante agotado, empezaste a sentir el insoportable dolor cuando intentaste levantarte. Iba a avisarte, pero estabas tan decidida...

En mi vieja minicadena sonaba Marilyn Manson. Por si te lo preguntaste, la letra no era una coincidencia.

Me insultaste, gritaste y sollozaste durante minutos. Pero tranquila, te lo perdono.
Total, a las malas personas eso no nos afecta.

Durante años estuve preguntándome qué pasaría al inyectar en un cuerpo humano una pequeña dosis de ácido sulfúrico disuelto en agua. Era retorcido, pero ya que era la primera y última vez que iba a matar a alguien, decidí despejar la duda.

Recuerdo perfectamente la escena. Tú, indefensa, totalmente inutilizada, tirada boca arriba como una marioneta rota en mi garaje. Un único foco de luz apuntándote. Yo, escondido entre la penumbra de los bordes de la estancia. Junto a la pared del fondo, una encimera con todas las herramientas a utilizar y la minicadena. En la esquina junto a la puerta, las bolsas para esconder tu cadáver y la gasolina para quemar las pruebas. Era incluso dramático, tal vez romántico, y desde luego rozando lo erótico para mí.

Preparé la disolución y la jeringuilla, y me arodillé ante ti. Con mucho cuidado (cosa que, por cierto, no supiste apreciar) te inyecté el líquido y esperé paciente a la reacción.
Literalmente, y tal y como siempre soñé, tu cuerpo empezó a quemarse desde dentro.
Las venas que se te marcaban a través de la piel se veían a distancia. Las extremidades empezaron a necrosarse.
Me hubiera gustado que hubieras descrito tus sensaciones. Prefiero pensar que a cada latido de tu corazón, deseabas que fuera el último. Que la sangre te ardía en las venas. Que con cada bombeo de aurículas y ventrículos, al extenderse así el ácido por tu cuerpo, morías un poco más.
Me hubiera gustado que hubieras suplicado tu propia muerte para no seguir soportando esa tortura. Pero si algo aprendí al matarte fue que los humanos traspasamos nuestros límites en experiencias cercanas a la muerte. Nos volvemos máquinas de aguantar el dolor a toda costa, como si proteger una miserable vida fuera más importante que soportar el más insoportable de los dolores.

Mientras te retorcías y gritabas como si no hubiera un mañana (y en tu caso lo entiendo, porque no lo había), me dediqué a leerte todas aquellas cosas que algún día escribiste pensando en mí. Y después te relaté el día en el que dejaron de tener sentido. Y te describí con pelos y señales el dolor que sentí por ti, intentando por supuesto usar las palabras justas para que identificaras ese "ardor" fruto del ácido con la pena que me corrompió el corazón.

Bueno, entonces llegó el momento de matarte. Fui bueno. Pude haberte dejado morir en una lenta agonía por el efecto del ácido, pero no lo hice. Faltaba el "golpe de gracia".
Cogí un cuchillo de la encimera y de nuevo me arrodille frente a ti.
Lentamente, disfrutando del momento, hundí el filo en tu pecho, en el medio, en el corazón que conmigo nunca tuviste.
La sangre brotó como un río rojo y empapó tu ropa, mis manos, y el suelo. Hubiera sido una foto preciosa.
En tus últimas bocanadas de aire, me incliné hacia tu oreja y te susurré un "te quiero" al oído.
Me llevé tu último aliento y sellé tu boca con un beso. Tus ojos aún seguían abiertos, aún con sorpresa, aún con miedo. Y tal vez con culpa.

Nos veremos en el infierno.

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