sábado, 9 de junio de 2012

Bala en la recámara

Tumbado en el sofá. Tirado, más bien. La mirada fijada en algún punto del techo, pero perdida. La boca abierta en una mueca extraña, inhumana.
Así estaba él. Cualquiera hubiera pensado que no respiraba, pero lo hacía. Seguía vivo, más o menos.
Las marcas en las mejillas de las lágrimas que llevaban cayendo minutos. Barba de un par de días, los ojos rojos.
En la mano izquierda, a punto de caer al suelo, una botella del alcohol más barato y fuerte que pudo encontrar en el 24 h. de debajo de su casa. Vacía.

10 minutos antes...

Entró en casa con el nudo en la garganta. Nudo de ahorcado hecho con penas trenzadas en una gruesa soga. Dio vueltas por el salón conteniendo la ira, tiró el periódico, tiró su abrigo, tiró el viejo móvil contra la esquina del  salón.
Fue al baño, se apoyó en el lavabo, tomo aire y se tranquilizó. Al levantar la mirada y verse reflejado vino una nueva oleada de rabia.
-"¿TE HAS VISTO? ¿HAS VISTO LO PATÉTICO QUE ERES?"
Lanzó el puño derecho y agrietó el espejo. Siete años de mala suerte, siete puntos de aproximación hubieran hecho falta en esa mano. La sangre brotó rápidamente, pero la adrenalina fluía más rápido. Sin dolor, se puso corriendo una venda alrededor de los dedos y abrió el armario de las bebidas.




5 minutos.

Después del ataque de histeria, del que ahora solo quedaba un espejo roto y unos nudillos sangrantes, se tumbó y empezó a delirar entre llantos y gritos. Ahogar las penas en bebida sería imposible, así que usó el alcohol para desinfectar las heridas más profundas, las internas.

¿La razón? Una paranoia, paradoja, paranormal, para no dormir. Un pensamiento que llevaba persiguiéndole todo el día, una idea, una idea que le hacía ver todo el odio que sus falsas sonrisas habían escondido. Crueldad encubierta. Crueldad en su máxima expresión. Solo el hecho de haberlo pensado le revolvía el estómago. ¿Y si algún día lo cumpliera? Se veía capaz.

Entraba en la oficina de ella, armado, enfadado, rabioso. Masacraba a todas aquellas personas que significaban algo importante para ella, que estaban oportunamente reunidas allí. Familiares, amigos, amores. Todos muertos delante de ella, que aterrorizada, gritaba escondida tras su mesa.
Como una maravillosa señal del destino, en su mano derecha el revólver solo tenía una bala. El destino pedía que fuera disparada.

Pero no decía a quién, ahora era el momento de decidir. ¿Dispararla a ella o dispararse a sí mismo? Instintiva y extrañamente, su subconsciente le decía que se matase. En un principio puedes pensar "qué considerado. La salvaría, no podría matarla".
Pero sus motivos no eran esos. Eran crueles.
Pensaba dispararse para que su muerte quedase como un peso sobre la conciencia de ella. Su muerte y la de sus seres queridos. Para que viviera sola, para que viviera sabiendo lo que es perder todo aquello que has querido.
Porque él sabía que el mayor miedo de ella era la muerte. Que por más que lo intentase, le sería imposible suicidarse.
Viviría siempre sintiéndose culpable de la muerte de todos. Incluso de la de él. Y ese era su único fin, permanecer en la conciencia de aquella mujer por toda la eternidad, a cualquier precio.



Si tuviera una bala en la recámara, la forma de hacer más daño a aquella mujer era matarse él. Y se veía capaz de llevarlo a cabo.


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